Tomado de La fidelidad al relámpago. Conversaciones con Roberto Juarroz, 2a.edición, Juan Pablos Editor/Ediciones Sin Nombre, Colección Los Libros del Arquero, México, 1998. ISBN 970-9059-09-2.
De Daniel Gonzalez Dueñas y  Alejandro Toledo

I

¿Cómo fue su encuentro con Antonio Porchia?

Una de las más apasionantes facetas de la vida poética (no de la vida socio-literaria, que detesto) son los encuentros, sobre todo los no buscados. La experiencia humana es tan rica y trae tantas sorpresas. Como en el amor, los encuentros no buscados son siempre los más frescos. Yo no busqué, por ejemplo, a Julio Cortázar: fue un libro que vino, otro libro que fue, unas cartas. El texto con que Cortázar presenta Tercera Poesía vert¡cal  es una "Carta-prólogo"; claro que él la escribió con esos dos fines, pero el título también evidencia que no había una relación de conocimiento inmediato, personal. No recuerdo esa carta, no la recuerdo de memoria (no recuerdo casi ninguna de mis cosas de memoria), pero me parece que en ella Cortázar no utiliza el "tú" sino el "usted".  A pesar de esa correspondencia nunca hubo mayor acercamiento.

Esto también me ha pasado con Borges. Sí, compartimos alguna vez una mesa redonda, por ejemplo. Se dio también la coincidencia de que durante muchos años vivimos en un mismo pueblo llamado Adrogué, lugar de calles arboladas, cruceros en diagonal, pequeño laberinto (como te gustaría decir). Él mismo se pinta en Adrogué:

Nadie en la noche indescifrable tema
Que yo me pierda entre las negras flores
Del parque, donde tejen su sistema
Propicio a los nostálgicos amores
O al ocio de las tardes, la secreta
Ave que siempre un mismo canto afina,
El agua circular y la glorieta,
La vaga estatua y la dudosa ruina.

Yo lo observaba andar por esas calles: absorto, casi no veía las cosas, casi no veía la gente, pero al hallar algún papelito en la vereda se apresuraba a recogerlo, quizá pensando que encontraría la cifra, la clave. Pero nunca lo traté personalmente. Evito aquellas oportunidades que no se dan con espontaneidad, con la naturalidad de las cosas llanas que fluyen solas. Y casi siempre esta actitud me ha dado los mejores resultados.

Como una de las poquísimas excepciones, yo busqué el encuentro con Antonio Porchia; se trata para mí de una historia bastante conmovedora. Tengo un amigo, hombre de gran talento, que en una época fue maestro y tenía una pequeña escuela en una zona de la Argentina que se llama El Chaco. Años antes, Antonio Porchia, a instancias de sus amigos, publica sus Voces en dos pequeñas ediciones de autor. (La gente desprecia ese tipo de ediciones; tendría que fijarse realmente en ellas: implican un esfuerzo, un sacrificio, una resistencia irremplazables. Como dice Gaëtan Picon, las obras de valor nacen siempre contra una resistencia, que no es sólo interior ---la incapacidad de quien escribe o su lucha contra el lenguaje---, sino también exterior.)

Porchia había trabajado en dos o tres oficios muy humildes; frecuentaba un barrio de Buenos Aires que se llama La Boca, en el cual hay muchos artistas. Un grupo de pintores se reunía bajo uno de esos nombres característicos de los socialistas de fin de siglo: "Asociación Impulso". Ellos convencieron a Porchia de publicar lo que había ido escribiendo, esas inclasificables voces que apuntaba en modestas hojas de papel. El resultado, por supuesto, son dos rústicas ediciones, hoy joyas bibliográficas. Cuando recibe los paquetes de la imprenta, no sabe dónde guardarlos (su casa era pequeña y desprotegida). Entonces pide permiso a los artistas de "Impulso" para dejar un tiempo ahí esos libros con los que no sabe qué hacer.

Claro, pasaron uno, dos, tres meses, y los paquetes seguían intactos, arrumbados. Hubo un instante en que los pintores comenzaron a molestarse y le dijeron: "¿Cuándo vas a sacar esto de aquí? Nos estorba, necesitamos el espacio". Porchia, que era un ser increíble, se preguntó dónde podría dejar ese fardo. Alguien le avisa de la existencia de una "Sociedad Protectora de Bibliotecas Populares", que coordina una serie de bibliotecas regadas por todo el país; entonces ofrece a esta organización los ejemplares, que son enviados a cada una de las modestas bibliotecas diseminadas por la Argentina. Curioso principio: Porchia es un desconocido, pero desde su primer intento editorial su obra duerme en esas bibliotecas que cubren la república. Y a ellas acude gente humilde que lee poco pero muy bien. Al paso de los años, esa primera dispersión completó una figura del azar.

A estas alturas aparece de nuevo mi amigo, maestro en El Chaco santafecino. Llegado el fin de semana caía en el mayor aburrimiento: acudía al bar, vagaba por ahí. De pronto descubre que hay una biblioteca: acude entusiasmado, todo lo mira, lo revuelve, y da con uno de los libros de Porchia. El impacto de la lectura es tal, que pide prestada una máquina de escribir, copia el libro y me lo envía Comparto su asombro. Cuando mi amigo regresa a Buenos Aires en un periodo de vacaciones, nos ponemos de acuerdo para investigar dónde vive el autor y buscarlo. Así fue. Lo encontramos. Es una historia larga y apasionante.

Lo curioso es que un encuentro similar con la obra de Porchia me sería referido en París años más tarde. A través de la misma serie de misteriosas y calladas repercusiones, el libro de Porchia se edita en Francia en una plaqueta muy fina, muy grata, de la serie G.L.M. Yo realizaba unas investigaciones en la capital francesa, y un día me viene a la mente esta edición y su traductor, Roger Caillois, quien durante la segunda guerra mundial había estado en la Argentina y que en ese tiempo en París desempeñaba el cargo de director de asuntos culturales en la UNESCO. Tras una estancia de seis meses, en la cual yo no había enviado mi primer libro de poemas a nadie, se lo hago llegar a Caillois. Recuerdo la dedicatoria: "A Roger Caillois, en la memoria unitiva de Antonio Porchia". Él se extraña de esto, y al otro día me llama al pequeño hotel del barrio latino en que estoy hospedado: "¿Cuándo lo puedo ver?" "Yo voy a visitarlo", respondo, "usted está más ocupado que yo." Nos encontramos en la UNESCO y Caillois no sólo había tenido la generosidad de traducirme (me mostró quince de mis poemas ya traducidos), sino que me preguntó de inmediato: "¿Usted conoció a Antonio Porchia?" "Sí, fuimos muy amigos."

Entonces Caillois me hizo esta confesión: "Hallé la obra de Porchia en Buenos Aires cuando revisaba los libros que nos enviaban los autores para comentarlos en Sur. Claro, mandaban tantos que yo los revisaba superficialmente para seleccionar aquellos que merecían comentario. De súbito veo un libro muy humilde, y no sé qué fuerza hace que me detenga y comience a examinarlo. No lo quería creer, y no pude detenerme hasta terminar de leerlo. Después traté de averiguar quién era el autor; nadie lo conocía pero lo encontré. Y dije a Porchia: 'Por esas líneas yo cambiaría todo lo que he escrito.'"

El azar dibuja las mejores figuras: a través del hallazgo de un amigo, y la sorpresa que me provoca la obra de Porchia, yo fui en busca de éste; a Caillois lo visitó de una forma similar. En ambos casos se trata de lo inesperado, lo imprevisto: lo disponible está jugando y desencadena el empalme, como encuentro, en el descubrimiento de un hombre.

II

Porchia acostumbra recorrer las calles en completa soledad. En el epílogo a la edición francesa de Voces (Voix, Fayard, París, 1979), Juarroz escribe: "Recuerdo unas palabras que me dijera cierta tarde mientras caminábamos por una calle de La Boca. Era aquel su barrio predilecto, uno de los más humildes de Buenos Aires, con sus pequeñas casas multicolores, su atmósfera de inmigrantes, la cercanía de esa oscura corriente de agua que es el Riachuelo, las sirenas de los barcos, los viejos bares en donde los marineros o los trabajadores del puerto se reúnen para olvidar o recordar quién sabe qué cosas, bebiendo y escuchando tangos. Él volvía de visitar en el hospital a una mujer que había querido mucho y que ahora yacía vieja, abandonada y enferma. Me repitió la frase con que había intentado alentarla: Estar en compañía no estar con alguien, sino estar en alguien. Sentí de pronto, como muchas otras veces a su lado, que la sabiduría no había muerto del todo y que en aquella olvidada calle de Buenos Aires quedaba algo de la fuerza oculta que sostiene todavía al mundo".

La primera vez que ustedes lo buscaron, ¿recurrieron a la sociedad literaria?

Acudimos a una de las muchas revistas en donde habían aparecido sus textos. Porque a él se acercaban los jóvenes y le pedían material, y siempre les daba algo, tenía esa generosidad. Es así como uno lo halla en muy diversas publicaciones marginales.

Con Porchia el primer encuentro fue con una naturalidad equivalente al hecho de que hubiéramos tenido detrás una vida de conocimiento mutuo. Entre sus múltiples voces, una dice:

Y si nada se repite igual, todas las cosas son últimas cosas.

Resulta notable la brevedad de ese decir, y la infinita trascendencia que tiene. Siendo, como era, un ser que vive lo que dice, uno puede entender cómo fueron las cosas y los encuentros con él. Si digo que aquel primer encuentro podría haber sido el último, esto no es una salida ingeniosa. He pensado a posteriori (aunque Porchia no lo haya dicho así) que si nada se repite igual, entonces todas las cosas son también primeras. Evidentemente, acompañar a alguien que en cada instante está como si fuera la primera vez o la última, no tiene nada que ver con el estar común de los hombres en sus vagabundeos por el mundo.

Era un ser muy humilde en su aspecto, de contextura más bien pequeña, de voz indescriptible. Esa voz hay que escucharla. Conservo dos o tres discos que alguna vez lo invitaron a grabar. Se dio otra conjunción misteriosa: durante un tiempo, una emisora radial de Buenos Aires que acostumbraba cerrar su transmisión a media noche con algún declamador entonando ciertas reflexiones sobre la vida, toma los discos de Porchia para desempeñar esa mecánica. Pero qué diferente en este caso: del mismo modo en que sus primeras ediciones se dispersaron por la Argentina como semillas, la voz de Porchia (lenta, honda, resonante) hizo el mismo itinerario abriendo por algunos minutos a la medianoche un abismo: la posibilidad de escuchar lo profundo.

¿Qué implicó esa sorpresa inicial de la lectura en copia mecanográfica de los textos de Porchia?

Muchas cosas, y lo sigo creyendo hoy en día porque periódicamente he vuelto a leerlos. A tanto tiempo de aquel primer encuentro, siendo tan humanos y tan frágiles, uno desconfía y se dice: "¿No me habré equivocado, no exageré?" Cada vez que vuelvo a la obra de Porchia, veo reaparecer con toda su fuerza la vieja palabra que ya casi no se usa: sabiduría. Sabiduría puesta además en un lenguaje muy peculiar, que no le tiene miedo a las aparentes reiteraciones: Porchia creía que no existen los sinónimos y que cada palabra es diferente según la postura que ocupa en la estructura sintáctica: Y si el hombre es un hacer con él y no un hacerse él, quién sabe quien hace con él, y quien hace con él, quién sabe qué hace con él.

Por eso a veces los gramáticos, los críticos, los formalistas, se sienten molestos ante una escritura como esta: en cierta manera pone en crisis sus fórmulas, sus preceptos.

¿Porchia hablaba del origen de estas voces, de cómo las escuchaba mientras atendía su pequeño jardín?

Me desconcierta el verbo "escuchar", porque no creo haberle oído decir que "escuchaba" esas voces. No era un místico, en el sentido tradicional, ni alguien que padece alucinaciones. Era un ser que del mismo modo en que estaba aquí podría haber estado en otro universo. No creo haber sentido tanto esa sensación ante alguien. En una de sus voces dice:

Si me dijeran que he muerto o que no he nacido, no dejaría de pensarlo.

Era un individuo con la disponibilidad para pensar lo que, según parece, no necesita ser pensado, y sin embargo de ese pensamiento extrae lo inédito, lo que no habíamos visto. Él vivía sus voces.

Para reunirnos era necesaria una especie de peregrinación: la casa de Porchia estaba en la periferia de Buenos Aires, pero completamente del otro lado de donde yo vivo. Atravesar la ciudad de punta a punta implicaba un peregrinar, casi en el sentido religioso. Su modo de vida era extremadamente humilde, salía con una bolsita a comprar sus verduras. Pero lo caracterizaba la generosidad. Me son imborrables gestos como este: para recibirnos, siempre tenía pan, vino, queso y salami. Empezábamos nuestras reuniones a las ocho o nueve de la noche, y aquello seguía hasta el amanecer. Como a las dos de la mañana llevaba a cabo un rito: sacar una manzana, una sola y reluciente manzana que guardaba porque sabía que a mi mujer le gustaban las manzanas. Eso ni ella ni yo podemos olvidarlo: los ojitos despiertos, brillantes, de Antonio Porchia, en el momento de ofrecer a Laura el tributo de amistad que tan arduamente le había preparado. Así era en todas las cosas de su vida.

Para en verdad hablar con la gente, en general hay que tener una especie de introducción; de otro modo resulta un poco forzado y por eso es necesario preparar el terreno para adentrarse en temas profundos. Se piensa que esos temas deben reservarse a ciertas situaciones especiales. En cambio, con algunas personas esos preámbulos son innecesarios: todo es sentarse con ellas y de inmediato hablar de Dios, la muerte, el infinito, la poesía, con esa soltura de lo que está en su lugar. Así era siempre con Porchia.

En el transcurso de la charla introducía sus voces, tímido: "Porque yo he pensado", "porque a mí se me ha ocurrido", exponiéndonos a hablar con él sobre eso. Como era tan abierto, lo caracterizaba una espontánea avidez. Hablaba como temiendo hablar, pero siempre era fulgurante.


III

"Poseía el raro arte de la atención inusitada y creciente, de una atención que parecía una presencia casi física", escribe Juarroz. "Quienes estábamos con él sentíamos al hablar que cada palabra se volvía profunda por su atención ilimitada. Su forma de escuchar parecía crear la profundidad en sus acompañantes. Y cuando él hablaba, teníamos la sensación de que lo hacia ya 'desde el otro lado', que por otra parte se volvía entonces infinitamente próximo, mucho más que este lado. A medida que avanzaban sin darnos cuenta las horas de las frías madrugadas de Buenos Aires, sus pequeños ojos eran como dos focos cada vez más despiertos y brillantes. Quizás allí nació mi sospecha de que la eternidad podría consistir en quedarse detenido o fijado en un gran pensamiento, pensándolo para siempre, y que morir no sería más que el último esfuerzo de la atención, el abandono de los otros pensamientos, para concentrarse en uno solo, ya definitivo. Y pienso que tal vez naciera también allí aquella sensación, recogida en algunos de mis libros, de que pensar en un hombre se parece a salvarlo."

¿Qué son las voces de Porchia? ¿Cómo ubicarlas?

Pienso que las voces no son estrictamente aforismos, ni poesía, ni filosofía. Tienen algo de esa extraña conjunción que, por ejemplo, se daba en los presocráticos. Ya sé que alguien podría decir que los presocráticos escribían aforismos, pero pienso (con Cortázar) que si les decimos "filósofos" está mal, y si les decimos "poetas" está mal, porque en una sola personalidad se reúnen esas facetas y otras, integrándose.

Las voces son pensamientos de una naturalidad extrema, en un hombre de escasa cultura "formal" (no tuvo ni colegios ni universidades), que no leía demasiado, que tuvo una vida más entre pintores que entre escritores, y que fue anotando, como él decía, "estas cositas que se me van ocurriendo". (Que esas "cositas" se parezcan a la eternidad, es un matiz que su modestia ocultaba en el diminutivo.)

Uno en Porchia veía, por así decirlo, el pensamiento. (Ver el pensamiento, qué viejo sueño.) Creo además conocer un poco el modo en que nació su obra, en que forma se fueron generando esas ''cositas''. Algunas de ellas surgieron estando juntos. Recuerdo cuando se le encendían los ojos y comenzaba a decirnos algo que estaba pensando en ese instante.

¿Cómo llamarlas? No me animo a llamarlas de una u otra manera. Él les dijo "voces" y, bueno, tal vez sean eso. Pero no las voces del sonido externo, sino esas voces que vienen de las profundidades interiores. Ahora, ¿cómo se llama eso en literatura? Lo que hizo Porchia no es literatura, es otra cosa, algo que va más lejos, acercándose a los extremos de lo humano. Y en eso sí se emparenta con la poesía. Cuando digo que no es estrictamente poesía, no quiero decir tampoco que tenga o no la forma del poema, eso es secundario. Lo suyo es un desvío muy peculiar, con algunos elementos que uno encuentra muy pocas veces en la vida. ¿Por qué repite tanto las palabras en una breve voz, en un breve fragmento? (He utilizado sin querer una palabra que me seduce: fragmento. Las voces de Porchia son fragmentos de sabiduría.)

Creo que su obra es excelente ejemplo de uno de los fenómenos expresivos más interesantes de la literatura moderna. Ciertas obras rompen el cerco de los géneros, exceden esa zona difícil, y es como si llegaran a un área de la realidad, de la expresión, en donde las instancias se funden: como si alcanzáramos un género único. Yo no sé, por ejemplo, dónde colocar esas últimas piezas de Samuel Beckett (cuyo estreno he visto en Londres, puestas por él), ante las cuales uno casi siente estar en una ceremonia religiosa. El nivel de densidad, de intensidad, de profundidad, el nivel de realidad que eso tiene, ya no cabe dentro de tal o cual género. Con Porchia ocurre algo análogo: antes he dicho "fragmentos de sabiduría", pero creo que todas estas definiciones son provisorias, y que acaso en algún salto de la evolución humana, en un estadio futuro de la inteligencia del hombre, se encuentre para ciertas obras como esta un nombre profundo, un giro que las comprenda mejor.

Quizá incluso hay en esa obra manifestaciones de otras áreas de lo humano para las que no tenemos nombre todavía, y a las que sólo el tiempo será capaz de ver. ¿Podrían equivaler esas voces a la apertura total de la conciencia?

Creo que se aproximan a eso. Siempre me han inquietado las divisiones ficticias entre lo que antes se llamaba "las distintas facultades del hombre", separando así la voluntad, la inteligencia, la emoción, e instituyendo aquello en que ahora se insiste, la razón contrapuesta al sentimiento. Estos esquemas me parecen extremadamente superficiales; son particiones que no coinciden con la realidad.

Uno de los objetivos mayores de la poesía es reunir las partes divididas del haz. Creo que en Porchia eso ocurre. ¿Hay poesía en Porchia? Sí, la hay. ¿Hay filosofía en él? Sí, hay filosofía. ¿Hay sensibilidad? También. ¿Hay anticipación? Desde luego. Pero nada de eso por sí solo lo explica. Y ¿cómo se llama todo junto? No lo sé.

Si esas voces se proyectan hacia el futuro, ¿es precisamente porque son ecos del gran pasado, de las grandes voces?

Creo en los grandes ciclos. Pero ellos no comienzan y terminan a una altura previsible. La recuperación de los orígenes se da a otro nivel y a otra altura. En algún poema escribo:

Si has perdido tus ecos o tu origen, los buscaremos, pero hacia adelante, en el templo final de los orígenes.

El origen tiene que estamos aguardando, mañana, pasado mañana.

IV

El retrato se crea a sí mismo, venciendo por algunos instantes su propio silencio: "La amistad sencilla era su arte. La rodeaba de una inmensa atención y una delicada ternura, tan naturales como tomar una escoba y barrer su casa o cavar un hoyo para poner una planta en su jardín. [...] Don Antonio, como le llamábamos, era también una prueba viva de la profundidad de lo elemental, en el luminoso contrapunto de sus palabras hondas y sus gestos raramente limpios. [...]  No recuerdo otro ser a la vez tan sencillo y tan pulcro. No usaba camisa casi nunca. En verano se ponía un saco pijama y en invierno se colocaba una bufanda debajo de un saco más grueso, ajustándola con un alfiler de gancho. [...] Durante la conversación, recordaba a menudo algunas de sus voces. No resultaba insólito o artificial: sentíamos que las seguía viviendo. Pero cierta vez me dijo que no había tenido el valor necesario para decir una de ellas ante alguien que pasaba por un momento de angustia. Esa voz afirmaba: Todo juguete tiene derecho a romperse. Y al decírmelo miraba hacia abajo como avergonzado. Pero no de su silencio sino del hombre".

¿Alguna vez asumió Antonio Porchia la designación de escritor?

Con la palabra "escritor", usualmente arrastramos la figura de alguien que cumple con una serie de formalidades: tener una máquina de escribir, mantener en orden los papeles, poseer al menos una mesa de trabajo. Porchia era ajeno a ello: ante todo prefería estar trabajando en el jardín. Hay una foto célebre en que aparece justamente ahí; se aplicaba al trabajo manual, si acaso conservando a un lado una hoja de papel para escribir de tanto en tanto. (Yo tengo muchos de estos originales, que él me regaló.)

En lo que concierne a la presencia de Porchia dentro del mundo de las letras, se da un fenómeno en cierto modo comprensible: para los "escritores " (aquellos que son oficialmente escritores, sofisticados, ortodoxos), hay una desconfianza hacia su obra, ya que él no cumple con los preceptos, las tablas de la ley literaria. Porchia comienza (lo he dicho ya) por no haber tenido una preparación sistemática; continúa por poseer una expresión bastante heterodoxa; termina por el hecho de no frecuentar los círculos literarios: vivió siempre al margen, salvo quizá en los últimos años, pero entonces no es que él fuera a buscar oyentes sino que acudían a verlo sobre todo los jóvenes, sus lectores mayoritarios.

Hay anécdotas que lo pintan de cuerpo entero. En una gran revista de Buenos Aires, le piden cierta vez unos textos que entrega de inmediato. Pasa algún tiempo y él, que era incapaz de reclamar, se acerca a la redacción de la revista y pregunta si le van a publicar o no. "Sí", le responden, "pero ha habido algunos problemas. Y bueno, cosas de gramática." Los que hacen de la escritura un oficio más o menos mecánico, basado en ciertas normas también mecánicas, no pueden entender una expresión que no se ajuste a esos módulos cerrados. Los redactores de esa revista veían "defectos" en sus textos fuera de serie, y le corrigieron algunos. Él escuchó, no dijo nada, no se quejó, no discutió: lo único que hizo fue pedirles los originales y se fue. Era un ser de una humildad ejemplar, pero al mismo tiempo con esa cosa incontrovertible, inmodificable, que nos hace pensar en los árboles centrales, aquellos en los que parece apoyarse todo el bosque.

Su pequeña casa estaba llena de cuadros. Así como el poeta regala sus libros, los amigos pintores (Petorutti, Victorica, Quinquela Martín, Castagnino, Soldi, Butler, Forner) le habían regalado sus obras cuando aún no eran famosos, cuando todavía no se cotizaban dentro de los más importantes de la pintura argentina de este siglo. Un día pregunté a Porchia cuál era el cuadro preferido de su colección. Respondió con la humildad, la tersura de siempre. (Para describir cómo hablaba se me ocurre una palabra muy desacreditada en nuestro tiempo: con un supremo recato. La discreción última. Él lo dijo: "Hablo pensando que no debiera hablar: así hablo".) Contestó: "Pues a mí me gusta uno que está allá en el rincón". Me lleva a ese sitio y me lo muestra: era un pequeño óleo de Fortunato Lacámera, que representaba una pequeña mata de pasto en el solitario ángulo de un jardín. El pintor más humilde y la imagen más humilde: lo casi inexistente. Creo que eso refleja a Porchia por entero. Tenía los cuadros más opulentos, obras de los pintores argentinos más notables. No: él prefería ese cuadro, una matita de pasto perdida en el universo.

En una época económicamente dificil (y qué época no lo fue para Antonio Porchia), algunos familiares o amigos le preguntaron por qué no vendía al menos uno de esos cuadros que valían una fortuna (después de su muerte, por supuesto, sus herederos los vendieron con óptimos resultados). Y respondió: "No, no puedo vender algo que me han regalado". No en vano había escrito: No tienes nada y me darías un mundo. Te debo un mundo". Eso era Porchia.

¿Fue solicitado por los círculos literarios?

Ocurrió un fenómeno muy curioso: cuando se resolvió en Francia hacer la gran edición de Voces, publicada por Fayard, los editores anduvieron poco menos de dos años detrás de Borges para que escribiera un prólogo. Esta petición cumplía varias funciones: primero, se trataba de un escritor que había conocido a Porchia (aunque nunca intimaron); después, el nombre de Borges permitiría que el libro se difundiera más. Sin embargo, debido a la tardanza terminan por cansarse. Me escribe el encargado de la colección para solicitarme el prólogo: sabe que he vivido muy cerca de Porchia, y que tengo un texto crítico sobre él. Acepto y se lo envío. Pero por coincidencia, en el ínterin les llega una página y media de Borges, cuando ya no se esperaba esa respuesta. En Fayard son bastante responsables y me comunican el dilema. Respondo invitándolos a actuar como inicialmente tenían previsto, dadas las razones editoriales, etcétera. Pero me informan que su deseo es colocar la página y media de Borges como prólogo, y mi texto como epílogo. Así se realiza por fin la edición. Creo, lo digo con prudencia e incluso un poco de tristeza, que ese prólogo no está entre las mejores líneas de Borges.

Los "escritores" no han terminado de ver a Porchia y ni siquiera de aceptarlo. Hay una razón profunda (desde luego no en el caso de Borges): sienten que ese hombre, que según los cánones establecidos no viene por los carriles literarios, los desborda y les pasa por encima. Intuyen que cuando ellos estén apagados y en el olvido, Porchia va a estar más vivo que nunca. Lo demuestra un hecho muy simple: sin publicidad, sin nada de aparato, en este momento en mi país todo el mundo conoce a Antonio Porchia.

Esa obra llegó al extremo de ser repetida por la gente desconociendo al autor. Le sucede a Antonio Machado en España: en un momento afirma haber oído sus propias coplas, cantadas por los campesinos, que por supuesto no sabían de quién eran. Algo similar ocurre con Porchia, pero lo excepcional es que en su caso no se trata de copias, es decir palabras con esa música que ayuda a recordar y con esa mecánica que acompaña la danza y el canto, sino de pensamientos profundos, difíciles, muy personales.

En uno de los momentos tristes de mi país se da una conjunción terrible: dos mujeres en la cárcel están amenazadas con sentencia de muerte. Llega por entonces la noche de Navidad: una de ellas escribe una misiva a la otra, que está en una celda de aislamiento. En este escrito aparecen frases alentadoras: "No pierdas la confianza". "Siempre queda una posibilidad de salir, de salvarnos." Te pido que recuerdes esto y trates de mantener la esperanza." Yo he visto una reproducción facsimilar de esa carta. Lo increíble se localiza en la parte superior de la hoja; con la misma caligrafía y antecediendo al texto, hay una frase puesta entre comillas, sin el nombre del autor a quien se cita. La frase, la recuerdo tan bien, es:

El amor que no es todo dolor, no es todo amor.

Es una de las voces de Porchia. He narrado esto en Buenos Aires (lo hice muchas veces, en París, por ejemplo) para que la gente termine de una vez por comprender una de las claves en las que siempre he insistido: la poesía es la mayor realidad. Es, también, el mayor realismo posible. Si no lo fuera, no podría estar ayudando a alguien que va a morir.

V

La figura del hombre se destaca a medida que la obra muestra sus contornos: "Como me hice, no volvería a hacerme. Tal vez volvería a hacerme como me deshago". Roberto Juarroz recuerda: "Siempre tuvimos la sensación de estar ante alguien elegido por la soledad. Pero lo inverso era igualmente verdadero: él había elegido la soledad. Confluencia de destino, aceptación y entrega. Soledad de su vida y soledad de su obra, como base insobornable para su calidad de maestro profundo y su costoso aprendizaje de sí mismo: He sido para mí, discípulo y maestro. Y he sido un buen discípulo pero un mal maestro. Amaba y sufría su soledad: Un hombre solo es mucho para un hombre solo. Conocía sus peligros: Quien se queda mucho consigo mismo, se envilece. No la compensaba con la literatura o con la compañía fácil de otros seres, sino con su vida profunda. Su soledad le permitía llegar más plenamente a los demás, como si ya los conociera desde abajo. Y también ser la presencia a la que acudíamos casi en peregrinaje, quizá para curarnos o consolarnos de tanta exhibición de ausencias, Con él aprendimos cómo la soledad puede ser lo contrario del aislamiento y también la condición vertebral de una obra". Aquella casa de las orillas de Buenos Aires fue para el poeta la evidencia de que nada está en las orillas: "Lo profundo de mí es todo. Pero es todo sin yo. Es que todo lo que es profundo solamente es todo".

¿La cosmovisión de Porchia afloraba únicamente en esos fragmentos escritos?

Ningún ser despierto puede vivir sin una cosmovisión, aunque ella sea reducida y acabe en los límites del jardín. Pero la de Antonio Porchia era ilimitada. En uno de sus libros iniciales escribió:

Situado en alguna nebulosa lejana hago lo que hago, para que el universal equilibrio de que soy parte no pierda el equilibrio.

Es el sentido de la unidad: no mover un dedo, no hacer un solo movimiento que no esté relacionado con el todo.

El pensamiento de Porchia no puede afiliarse a una creencia o una fe determinadas. Y sin embargo, dice en otra parte:

Hace mucho que no pido nada al cielo y aún no han bajado mis brazos.

Resulta también notable la belleza de su expresión. Creo que en ese pequeño fragmento está uno de los núcleos del sentimiento más profundo del hombre moderno: una ausencia con la cual no se conforma, y que es casi la presencia de una ausencia. Porchia exclama:

Dios mío, casi no he creído nunca en ti, pero siempre te he amado.

¿Puede hablarse en Porchia de la presencia del genio?

Con la palabra genio, la humanidad trata de reflejar algo que en lugar de ceñirse a las estructuras concebidas y preconcebidas, crea su propia forma. Se aplica a quien guarda ciertas cualidades, ciertas condiciones excepcionales. En el caso de Porchia es aplicable. También es uno de los pocos seres que he encontrado a los cuales se pueda asignar con toda legitimidad, con toda entereza, la idea de maestro, en el sentido socrático, en el sentido griego (y no en la acepción actual, en que prolifera ilegítimamente). Si uno hace un pequeño análisis, y trata de aplicar esa palabra en el horizonte de los autores que conocemos, se da uno cuenta de que son muy pocos los que pueden recibirla.

En última instancia el genio contiene dos polos inseparables. El genio de Porchia no radicaba sólo en el escribir, sino también en el vivir. Porque la obra fundamental, en último término, tiene que estar sustentada por una vida fundamental Existe la creencia de que hay excepciones a esta concepción integral, obras que tienen una gran riqueza y que no obstante a quien las realiza más le hubiera valido ser invisible. No: en este último caso no se trata de la obra última, la obra en el cenit. Ésta exige esa simbiosis de vida y hechura. Porchia era eso.

Al recibir al ser más humilde o al más encumbrado, Porchia los trataba igual. Esa es una de las cosas que debemos aprender. A veces me preguntan en ciertas lecturas, otros participantes, si estoy nervioso. Tal zozobra me hace gracia. Desde muy joven pensé que cuando uno está hablando con otro, lo único que necesita es la atención del interlocutor (y si se dan las condiciones, su respuesta). Todos somos hombres, todos compartimos los mismos errores, fragilidades, miserias, las mismas pequeñas grandezas, las mismas pequeñas alegrías, todos morimos, todos hemos nacido, no sabemos a dónde vamos. Así que poco me va a impresionar la vestidura de un prelado o la de un presidente. Son hombres como todos. Porchia trataba a la gente de este modo.

¿Es la mirada de Porchia una encarnación última de la inocencia?

Primero hay que definir qué se entiende por inocencia, y para hacerlo hay que comenzar, de menos, por aceptar dos tipos de inocencia: una es la ingenua inocencia (por así decirlo), previa al sufrimiento de la vida, al amor, a los desgarramientos, a la crueldad: es la inocencia de los niños. Creo que el gran problema humano, el gran problema del creador, es recuperar esa inocencia pero sumándole algo más que es muy difícil precisar. A ésta podemos llamarle segunda inocencia: es la mirada a posteriori, la inocencia que es imprescindible ganar. Ella vuelve a hacer que los ojos, aunque estén gastados y aparentemente vean menos, vean mucho más. Ésa que hace de los ojos algo nuevo.

No creo en la ingenuidad por la ingenuidad misma, ni en la espontaneidad misma. Creo en esa soltura que he llamado disponibilidad, y que Rilke (en uno de sus términos predilectos) llama "apertura", lo abierto pero que requiere casi una conversión. Para mí, el poeta que importa es un converso: ha dado vuelta la vida, y con la vida en sí ha hecho más vida. Eso también sirve para la gran inocencia, y eso estaba en Porchia: "algo más".

¿Esa segunda inocencia podría concebirse como una vuelta a la primera inocencia después de toda una odisea vital?

No: creo que es de otra naturaleza. ¿Qué entendemos por inocencia? Es ver las cosas o enfrentar el mundo como si no se le conociera, como no sabiendo lo que hay en el mundo y como si uno no se preocupara por entender lo que es el mundo. La inocencia está relacionada con el conocimiento: según las leyendas, en el instante en que el hombre obtiene el conocimiento, pierde la inocencia. Quedan así dos polos. Sí, hay una inocencia anterior al conocimiento, pero hay otra posterior a él. Esta última es más que conocer, precisamente porque es posterior, Es un conocimiento que deja su lugar a algo más alto que él, una visión más plena. A eso ya no le podemos llamar "conocimiento". Por eso apelamos a términos como sabiduría.

VI

"Lo hondo, visto con hondura, es superficie." El hombre elegido por la soledad no eligió menos aceptar el desafío de lo que está solo porque es profundo. Y lo profundo no está solo. En el postfacio a la edición francesa de Voces, Roberto Juarroz dibuja el sendero de Antonio Porchia: "La vida profunda es el reconocimiento del ser y la valoración esencial de la existencia o la inexistencia de cada cosa. [...] La vida profunda es además la vigencia del ser por encima del hacer, la búsqueda de la consistencia, la prueba del mito engañoso de la acción. Porque sólo el ser hace: el otro 'hacer' es una farsa, una fantasmagoría, la desastrosa confusión en que estamos perdidos. Por eso Porchia puede afirmar que el hacer no hace nada. O también: El no saber hacer supo hacer a Dios. O entrando en la dimensión de sus más inefables relativizaciones: Lo que hice o no hice, creo que paso. Y lo que haré o no haré creo que también pasó [...] Se trata siempre de una referencia a lo infinito, pero un infinito del que participa misteriosamente el hombre: Eres un fantoche, pero en las manos de lo infinito, que tal vez son tus manos. Lejos de todo dogma u ortodoxia, la necesidad de trascendencia aparece en toda su desnudez como algo inseparable del pensar profundo y la poesía. Más que fe o sentimiento de lo sagrado, una mística inserción en el misterio que nos envuelve: "Si pienso qué es la vida, creo que la vida es un milagro, y si pienso qué es un milagro, no creo en él".

Hay quien entiende las voces como meros juegos del pensamiento.

Yo nunca hablaría de "los juegos" de Porchia. Son aparentes juegos. Lo suyo tiene tal gravedad (en el mejor sentido del término) que no admite simplemente una mirada lúdica.

Para mí el fragmento, el aforismo o las múltiples formas de la literatura fragmentaria son una de las vías más tentadoras y más llenas de posibilidades de la literatura o, mejor, de la expresión humana, porque permiten captar el fluir mismo de la vida, la instantaneidad, lo que Gaston Bachelard llamaría "la duración". Sin embargo, y tal vez por eso mismo, creo que es una de las formas más duramente difíciles que existen. Por eso la mayor parte de los aforismos o fragmentos que se escriben no sirven para nada, y son repeticiones (a sabiendas o no), malas repeticiones. Porque al fragmento o al aforismo ni siquiera podemos llamarlos un "género": están más allá de las estructuras habituales porque no admiten fallas, insustancialidades, juegos de palabras.

La tentación del aforismo es fuerte, pero la caída, la catástrofe es muy fácil. ¿Cuáles son las condiciones de lo fragmentario? En primer término, la tajante necesidad de que los elementos del aforismo tengan carácter de irreemplazables; en segundo lugar, al ser formas sintéticas no admiten estilizaciones ni decoraciones; en tercer lugar, exigen un excepcional dominio del lenguaje, y por "dominio" no me refiero al de los especialistas: el fragmento exige lo que tantas veces pido para la poesía, una verdadera contemplación del lenguaje. Contemplación en el sentido trascendente.

La mayor parte de los aforismos tiende a transformarse en frases apodícticas, absolutas, como si quien las dijera fuera un oráculo. Cuando esa tendencia no se elimina, y los aforismos no proceden de la más auténtica humildad, lo que se escribe es un mero simulacro. Y lo humilde no significa tontería, flacidez, entreguismo, sino el reconocimiento profundo de lo que somos, dónde estamos, y hasta dónde podemos llegar. Nada más. Nada menos.

¿En la escritura de Porchia usted se reconoce, establece algún paralelismo entre ambas obras?

Lo digo en un poema que le he dedicado a raíz de su muerte:

Hemos vivido juntos tanto abismo
que sin ti todo parece superficie.
*

 * (Ver la página principal.)

Resulta inevitable estar muy cerca de alguien sin que se produzca esta transferencia (en el buen sentido, no en el psicoanalítico) de visiones, pensamientos, perspectivas sobre el mundo. Sé que es imposible hablarlo todo, pero es la sensación que permanece en mí del tiempo que compartimos.

Hay una diferencia fundamental en nuestras obras: Porchia no tenía el sentido de la configuración del, poema. Por otro lado, no lo requería: pensaba de otra manera. Es así como he dicho que Porchia vivió sus voces. Captaba, era la plena disponibilidad.

Lo que nos une más fundamentalmente es la dimensión de hondura, profundidad, esa tendencia a. Recuerdo a propósito unos versos de T.S. Eliot:

¿Dónde está la vida que perdimos viviendo?
¿Dónde está la sabiduría que perdimos con el conocimiento?
¿Dónde está el conocimiento que perdimos con la información?

Si de alguna cosa carecía Porchia era de información. Tampoco tenía en gran medida, y en el sentido tradicional o académico, "conocimiento". Él fue uno de los seres más integrales que he tratado; su aproximación a las cosas sólo puede designarse con un nombre: sabiduría.

VII

En 1975, al presentar en México las voces de Antonio Porchia, Roberto Juarroz apunta: "No pude estar a su lado cuando murió. Poco tiempo antes, había sufrido una caída, con un golpe en la cabeza del que probablemente no llegó a reponerse. [...] Había rechazado, por humildad, las invitaciones que le hicieron para visitar Europa, pero su calidez humana lo condujo hasta el punto exacto donde debía resbalar. Quizá no haya sentido ninguna sorpresa: "Cuando yo muera, no me veré morir, por primera vez''.

Agrega Juarroz: "Había amado mucho. Su extrema discreción no le impidió, sin embargo, confiamos en alguna ocasión el hondo sentimiento que lo había unido a una mujer de vida ligera, con quien estuvo dispuesto a casarse. Así supimos cómo ella fue amenazada por quienes la explotaban, para que cortase esa relación. Y también cómo él se apartó, no por su propia seguridad, que poco o nada le importaba, sino por la de ella. Allí tiene su origen una de sus voces: Hallé lo más bello de las flores, en las flores caídas. La asociación del amor y las flores representa sin duda una de las claves para comprenderlo: El amor, cuando cabe en una sola flor, es infinito. [...] Sólo a él le he escuchado la singular frase con que siempre nos despedía: Traten de estar bien. Era casi un pedido, algo así como una apelación infinitamente tierna y delicada: un llamado a nuestra posibilidad de ser a pesar de todo. Era como si nos recomendase: Hagan también lo posible aunque persigan lo imposible. Y a veces agregaba una exhortación conmovedora, que sintetizaba de algún modo su mejor deseo y una recóndita nostalgia: Acompáñense".

En aquel texto de 1975, Juarroz concluye con las siguientes líneas: "¿He hablado de Porchia o he hablado de mí? Creo que la profundidad no admite estas diferencias. Simplemente he hablado porque, como a él, me ha vencido lo que he dicho".

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