Prologo de D.J. Vogelmann
Edición Francisco A. Colombo - Año 1964

Prólogo a las Voces

Unicamente quien pudiera decir el valor de estas Voces en una breve, concisa  y dúctil sentencia equiparable a ellas, merecería realmente el privilegio de prologarlas, de acompañarlas con palabras afines. Excuida esta posibilidad sólo cabe en verdad, además de la modesta noticia informativa, la glosa surgida del entusiasmo, amalgamadas ambas, en un intento de contribuir a la formación de una atmósfera en la cual las Voces de Porchia puedan encontrar su más adecuada acústica.
Estos fragmentos de introducción sólo pretenden, pues, ser algo así como los accidentes murales, apenas decorativos, que crean en una sala destinada a la difusión del sonido y de la voz un medio acústico correcto.
Problema de arquitectura harto azaroso, cuyo resultado final nunca se conoce por anticipado. Quien sabe si tiene algún sentido traducirlo aquí al ámbito de un libro, donde la voz es muda y sin embargo tan potente en su reverberación.

Tal vez, quienes tengan la dicha de ver en sus manos por primera vez un libro de Antonio Porchia, ignoren algunos datos que podrían ser valiosos para la buena comprensión de un texto tan inesperado.

Antonio Porchia es una demostración viviente de que nadie es profeta en su tierra. Antes que entre nosotros, donde nacieron, y mucho más que entre nosotros, sus Voces, retenidas en algunos, pequeños, volúmenes agotados, encontraron eco en Europa, sobre todo en Francia, transportadas allí no por su autor, sino por un destino natural inevitable, generado en su propio y poderoso contenido. Ya en 1949 promovió Roger Caillois un nuevo gran asombro entre los habitantes más despiertos del mundo de la palabra, con su versión y edición de la primera serie de Voces, que mereció por unanimidad el primer premio que otorga el jurado del Premio Internacional del Club Francés del Libro, aun cuando la excesiva calidad del texto le obstruyo el camino de esa distinción. Desde entonces, varios de entre los escritores - y a la vez lectores más sensibles de nuestro tiempo consignan la breve obra de Antonio Porchia en la lista de sus preferencias. Cuéntase entre ellos André Breton, Henry Miller y Raymond Queneau; pero esto casi no ha modificado la situación de este singular profeta, en su propia tierra, donde la extraordinaria realidad de su existencia continúa envuelta en sombras. Sólo desafían esas sombras -sombras tal vez de defensa ante la luz excesiva algunos núcleos de las generaciones más jóvenes, muy posteriores a la de Porchia, que lo admiran maravilladas ante esa anticipación de sus propias voces interiores, que no logran encontrar esa felicidad de la palabra. Es casi imposible presentar a Porchia, porque quienes lo conocen entienden que a él es aplicable lo que Max Brod dijo de Kafka: que no pertenece a la categoría de la literatura, sino a la de la santidad. Sus Voces son fruto de su iluminación. Al presentar estas Voces en su ya citada versión francesa, Caillois observa asombrado que estas máximas le parecieron comparables tan sólo, a los grandes aforismos de Lao-Tse o de Kafka, pero que pudo comprobar que su autor ignoraba por completo esas supuestas fuentes. El hecho, es que Antonio Porchia ha bebido su saber no en sus grandes precursores, sino en la fuente única de la cual también ellos se nutrieron: la dolorosa experiencia total que adquiere de la vida el alma humana.

Porchia sostiene que él no hace sus sentencias, que no sabría hacerlas, deliberadamente. Sus Voces surgen en él con la más absoluta espontaneidad, ya hechas. Ese hacerse sus Voces en él, es un proceso de larga maduración que a menudo lleva años, y que suele iniciarse con una conmoción vivencial, con una experiencia particularmente dramática. Parecería que su vigencia universal se debe precisamente a esta lenta germinación de una semilla de vida en la tierra fértil de un alma sensible que, en la nutritiva pulpa de la palabra, alcanza su fruto final.

De tal modo, el espacio, en el cual se mueven las Voces de Porchia no es el común del espacio literario. Sus palabras no son simple forma, simple ropaje destinado, a revestir la observación, el pensamiento, como ocurre aun en la mejor literatura. La palabra de estas Voces es carne y hueso del pensamiento; constituye un solo cuerpo con la idea, y esta procede de regiones esenciales de la vida humana donde se ignora el adorno, el acento superfluo, donde impera más bien el vacío pleno, madre de la verdad, o de la gran ilusión de la verdad.

Toda la obra literaria de contenido profundo es tal vez, en ultima instancia, creación aforística. Es decir que hay en ella siempre una esencia reducible a un solo pensamiento. Su extensi6n sirve para hacer más accesible ese pensamiento fundamental; la parábola es a menudo más soportable y más comprensible que la verdad desnuda. En este sentido, cada una de las verdades desnudas de Antonio Porchia podría dar materia suficiente para un voluminoso libro. Pero, sin duda, ningún libro es capaz de alumbrar como alumbra la luz concentrada, de sus simples sentencias.

Para quienes la literatura, vista así, sólo es valida cuando es auténticamente vital, cuando, como lo exigía Nietzsche, se escribe con sangre y no con tinta, el aforismo -logrado- es tal vez la única forma cabal entre todas las manifestaciones literarias. Antonio Porchia, cuya única escritura es el aforismo, no sólo escribe con la esencia de su sangre: en su dimensión, escribir con sangre sería excesivamente pasional, sería una limitación. Y así percibe y escribe con todo su ser: con su cerebro tanto como con sus venas; con su oído y con su mano; con su sueño y su vigilia; con el aire y la nada y también con muy leve tinta, con la cual, felizmente, fija su palabra.

Con toda naturalidad, sus palabras se expresan en paradojas, puesto que toda verdad -que en su seno incluye tesis y antítesis - es necesariamente paradojal.

Hay una verdad en la cual convergen todas las filosofías desde la sabiduría oriental hasta los autores más lúcidos de nuestro tiempo y que quedó condensada en esta breve y célebre sentencia de Vauvenargues: "Los grandes pensamientos vienen del corazón". Esta paradoja, que exige la unión entre corazón y mente, podría servir de lema a las Voces de Antonio Porchia. Con toda evidencia, sus pensamientos provienen del corazón; mejor aun: de ese enlace tan difícil de la mente con el corazón.

Un misterioso parentesco une los pensamientos y las paradojas de Antonio Porchia a los de ese otro gran autodidacto y rebelde espiritual que fue, en el siglo dieciocho, William Blake. Tal vez por la misma misteriosa coincidencia hasta los rostros del londinense y del italo-argentino trasuntan un notable parecido: los ilumina la luz de las mismas verdades humanas, de una misma rara poesía.

"Un pensamiento -dice Blake- Llena la eternidad". Todos los pensamientos de Porchia son, en realidad, uno solo, destinado a aprehender la eternidad en un instante: el lúcido instante de la palabra.

Uno de los hechos más auspiciosos -y quién sabe si no redentores de nuestro tiempo - es que el nacimiento de esta nueva era, la era de la tecnocracia, de la energía atómica, del vuelo sideral y de los cerebros artificiales sobre todo, vaya acompañado por una innegable resurrección de valores espirituales puramente humanos; que justamente ahora, surjan y se asienten con vigorosas raíces Voces como estas de Antonio Porchia.

"a fin de que el universal equilibrio, del que somos parte no pierda el equilibrio", para decirlo con sus propias, ya inconfundibles palabras, nacidas de tan insólita síntesis de pensamiento y poesía. Un fuerte destino, que sólo distingue a las obras excepcionales, ha llevado las Voces de Porchia - a pesar de este mundo, adverso a las verdades últimas, en el cual resuenan - a una difusión difícil de esperar, dado su nivel; no sabemos a qué profunda penetración podrá conducirlas mañana.

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